jueves, 20 de marzo de 2014

Hogar con Ñ.

Mi avión sale dentro de dos horas, así que aprovecho esta mañana para bañarme en el sol y el viento de mi terraza. Mientras, con mi imaginación, dibujo sobre la bahía las criaturas que habitan el oceáno. Y me veo sobre olas, o mejor dicho, bajo ellas, que parece que vayan a engullirme y hacerme desaparecer. Tan diminuto soy. Pero desde aquí, las olas no son más que finos hilos que bordean la amplia bahía. Una bahía que, a su vez, es sólo un insignificante bache en el extremo sur dela costa este africana. Costa que simplemente llega a bordear el océano Índico por uno de sus costados. Y el océano Índico mismo, no más grande que la mitad del Atlántico (por no hablar del Pacífico). Tan diminuto soy. Y veo también las larvas que estudio, tan pequeñas que puedo colocar media docena de ellas sobre una de mis uñas. Y ya dominan los océanos infinitamente mejor que yo. Tan diminuto soy.

Pero volvamos al avión, que a estas horas ya he abandonado en Barajas, dejando muy atrás mi apartamento de Port Elizabeth (no más negro que mi reputación). Vuelvo al hogar, de visita, pero al hogar. Un hogar que se escribe con ñ porque es aquí donde viven la mayoría de mis seres queridos, amigxs y familiares incluídos.

Madrid no me podía recibir de mejor manera: los mejores amigos, los mejores vinos, las mejores tapas y la mejor primavera... del mundo, que creo que no es poco. Me pregunto, en días como el de hoy, qué he podido hacer yo para no merecerme esto.

Hasta pronto. Me voy a disfrutar (después de la siesta).

martes, 4 de marzo de 2014

Las sorpresas de trabajar por sorpresa.

El sábado pasado al mediodía recibí una llamada de mi compañera de despacho, una postdoctoral francesa a quien llamaremos M, para preguntarme si estaba disponible el domingo y me apetecía ayudarles a ella y a su pareja, un científico local llamado G, a muestrear. Ya sabía a dónde iban a ir y tenía cierta idea de qué harían, así que no dudé en decir que sí. Aunque al rato, cuando me enteré de que tendría que levantarme a las 5 am, me entraron ciertas dudas (en parte porque esa noche tenía una barbacoa, y ya sabéis lo serios que son esos eventos en Sudáfrica un sábado por la noche; pero qué demonios, aún estoy en forma).

Dormí unas horas y fui al punto de encuentro, aún sin encenderse el día. Me metieron en el maletero de un coche, junto al material de muestreo, desde el que iba viendo el sol salir sobre el mar, mientras nos dirigíamos a la zona desde la que lanzaríamos el bote al agua. El lugar estaba cerca de uno de mis sitios favoritos de Port Elizabeth, el faro del Cabo Recife, lo que mejoró aún más las vistas del amanecer.

El patrón ya esperaba con la barca a punto. Cargamos todo el material, echamos la zodiac al agua y nos subimos a ella para empezar a navegar en dirección a Black Rocks, unos promontorios rocosos, que no llegan a islas, en el otro lado de la bahía, y que albergan una colonia de unos 3000-4000 leones marinos. El trabajo allí consistiría en pesar, medir, marcar y tomar muestras de pelo y sangre de todos los cachorros que pudiésemos atrapar, y está dentro de un proyecto de conservación de la especie en las costas de Sudáfrica y Namibia coordinado por G.

Navegamos durante 2 horas en una pequeña zodiac, cargada de material, sobre un mar de fondo que, aunque ese día se presentaba soleado y apacible, el viento se había encargado de engordar durante la semana, generando olas más que considerables y que los surfistas más madrugadores esperaban ya ansiosos cerca de la orilla (olas que más tarde nos darían un par de buenas sorpresas). No es, por tanto, una navegación en absoluto cómoda. Pero confieso que, entre alcatraces del cabo, pingüinos, ballenas y cientos de delfines, no se hace tan duro. Incluso, aprovechando que llevaba las gafas de sol y la cara mojada por las salpicaduras, dejé que la emoción de ser consciente de que estaba haciendo lo que más feliz me hace me arrancara un par de lágrimas.

Llegar a los islotes no fue complicado. El panorama impresiona desde el principio. Cientos o miles de leones marinos literalmente apiñados unos sobre otros en ese par de rocas enormes, y otros cuantos cientos de individuos nadando alrededor de lo islotes. El olor, por otro lado, ya lo veníamos sintiendo 10 km atrás.

La primera dificultad era conseguir descargar todo el material sobre las rocas, y a nosotrxs mismxs con él, a ser posible sin incidentes. G y M muestrean con cierta frecuencia ahí y siempre encuentran el problema de que ningún patrón se arriesga a cercarse demasiado a la rocas a no ser que la mar esté plana, cosa rara por aquí. Pero tampoco es muy recomendable nadar los 10 metros de seguridad que debería mantenerse alejada de las rocas una barca en un día normal porque a los tiburones les encanta esa zona de la bahía. G desembarcó primero de un salto ágil y le fuimos lanzando el material desde el barco, para luego saltar M y yo mismo, sin mayores problemas.

Y empezó el trabajo. Los leones marinos del sur de África, incluso los enormes machos de cientos de kilos de peso, tienden a huir de los humanos ya que hasta hace no demasiados años (en Namibia aún continúa haciéndose de forma legal) se les mataba, ya fuera para carne, grasa, piel o simplemente para evitar que compitieran por el pescado con los pescadores. Al principio resultaba cómico vernos correr detrás de los cachorros para atraparlos sobre esas rocas tan irregulares y llenas de charcos en los que lo último que quieres es meter un pie (más que agua, los componen la orina y heces de los propios leones marinos). Pero al rato, después de haber estado a punto de recibir unos cuantos mordiscos y de sujetar durante horas a los cachorros que, ya atrapados, deben esperar su turno para ser pesados y medidos, mi cuerpo no estaba tanto para bromas.

En un momento dado, G había ido al lado del islote por el que las olas suelen romper con más fuerza con la intención de atraer a algún cachorro hacia donde estábamos M y yo con todo el material de trabajo preparado. En ese momento vimos, M y yo, un par de grandes olas acercarse y, mientras discutíamos sobre si quienes la surfeaban eran delfines o leones marinos (galgos o podencos), la segunda ola estaba ya rompiendo con fuerza sobre la zona a la que G se había dirigido. Vimos que él ya estaba a unos 10 metros de nosotros, cuando nos dimos cuenta de que no tendría tiempo de ponerse a salvo. Tuvo que agarrarse como pudo a las rocas. Cuando la ola le pasó por encima, M y yo teníamos la mirada clavada en el punto en el que G se había quedado, y respiramos aliviados al ver que, después de pasada la ola, G seguía allí, imitando a una lapa. Pero con todo esto no nos dimos cuenta de que, desde otro lado, esa misma ola venía hacia donde estábamos M y yo, y apenas tuvimos tiempo de agarrar parte del material, que estaba disperso por el suelo, antes de que el agua nos llegara a las rodillas. Mientras poníamos a salvo lo que habíamos podido sujetar, M y yo gritamos al unísono “¡¿Tienes las muestras?!” No las teníamos. Se habían ido al mar. Echamos a correr hacia donde la ola había arrastrado el material y M vio la caja con las muestras flotando. Afortunadamente era una cajita de colores vivos. G ya estaba intentando recuperar todo el material que flotaba en la pequeña ensenada que es el lugar favorito de baño para los leones marinos, como podéis ver aquí. Al final sólo perdimos un par de cosas, que se hundieron en el mar. Y fue una suerte que G hubiese podido aferrarse con suficiente firmeza a las olas. Así que respiramos y continuamos trabajando.

Después de medir a unos cuantos cachorros más, sólo quedaba la última tarea del día: recolectar excrementos. Nos hicimos con una trientena de ellos y empezamos a recoger el material y avisar al patrón para que se acercara a por nosotrxs.

En esta ocasión, yo salté el primero a la zodiac y M y G me fueron lanzando todos los trastos desde las rocas mojadas. Cada vez que venía una ola, el patrón tenía que meter toda máquina hacia atrás para no acabar estampados contra las rocas. Necesitamos tres acercamientos hasta que todo el material estuvo a bordo. Ya sólo quedaba volver a por G y M. En el primer intento, M dudó justo en el momento de saltar y se quedó con el agua al pecho, sujeta por mí desde la zodiac y por G desde las rocas, pero yo tuve que soltarla porque el patrón ya empezaba a recular. M pudo remontar sin dificultad hasta la altura de G. En el siguiente intento, cuando ya estábamos pegados a las rocas y yo me preparaba en la proa para ayudarles cuando saltaran, una ola nos cogió por sorpresa e hizo que la zodiac golpeara las rocas, levantándola por completo de un lado. Y yo, que estaba de pie, caí al agua. Mientras caía sólo pensaba en no golpearme contra los rocas, cosa que, por suerte, no ocurrió, y en cuento saqué la cabeza del agua busqué rápidamente la zodiac con la mirada, la cual había vuelto a su posición original al retroceder la ola. El patrón seguía en su sitio, así que, igual que los leones marinos que tenía alrededor, pegué un salto para aterrizar sobre la barca.

El siguiente intento fue ya más exitoso y pudimos emprender el camino de vuelta, de nuevo con el sol frente a nosotros, cayendo, a lo lejos, sobre el faro.

Al llegar a tierra comprobamos que el barco tenía daños leves. Pero era el momento de sentarse a tomar una cerveza y despedirse de un día duro. Tan duro que mi espalda, entre los kilos de los animales, los sustos, y los saltos y malas posturas en la zodiac, no me va a permitir caminar erguido en toda la semana (y este jueves vuelvo a salir al mar).

Pero todo, absolutamente todo, mereció la pena. Las muestras están ahora seguras en los ordenadores y congeladores respectivos, y M y G preparan su próximo día de muestreo, en el que deseo que me permitan acompañarles. Y los leones marinos, con más o menos marcas, habrán olvidado ya nuestra visita y nadarán con la única preocupación de los tiburones. Pero al menos podrán subir a tomar el sol tranquilos en sus rocas, de las que ninguna ola podrá moverlos.

viernes, 28 de febrero de 2014

Sin sardinas en el Arco Iris



Hace ya dos semanas que regresé de la campaña que me llevó por toda la costa oeste de Sudáfrica en busca de mis primeras larvas para el proyecto que quiero desarrollar este año.

La duración de la campaña se estimó que sería de 2 a 3 semanas, pero el tiempo fue tan sorprendentemente bueno (el Atlántico sur es una zona en la que tormentas inesperadas o días de fuerte viento son comunes) que acabamos en poco más de una semana. Además del sol, nos acompañaron, sobre todo en las zonas de muestreo más cercanas a la costa, las siempre curiosas focas del cabo. Aunque confieso que tenerlas alrededor me hacía estar más pendiente de la posible aparición de algún tiburón o una orca que me deleitara con alguna de sus espectaculares escenas de caza. Por otro lado, la convivencia entre 36 personas dentro de una estructura flotante de 40 metros de largo de la que no se puede salir durante días, a pesar de que puede llegar a resultar muy escamosa, acabó siendo una experiencia de lo más agradable y que me permitió conocer gente de diversos rincones del país. Un país que, bien llamado nación del arco iris, no deja de sorprenderme con su enorme variedad de culturas, razas (y sus mezclas) y creencias que alberga y que consiguen cohabitar de forma más que aceptable (no diré que armoniosa) a pesar del enorme lastre que arrastran.

Yo conseguí coger todas las larvas que necesitaba de una de las especies, anchoa, pero ninguna larva de sardina, a pesar de que era esta la principal época de reproducción de ambas especies.

En los últimos años la abundancia de anchoa en esas costas ha sido mucho mayor que la de sardina. Estas dos especies, especialmente en las regiones que experimentan fenómenos de afloramiento oceánico, siguen unos ciclos más o menos regulares (que duran unos 15-20 años) durante los que parecen alternar sus abundancias. Al ocupar un nicho ecológico tan similar, sardinas y anchoas son en buena medida competidores, así que diferencias relativamente pequeñas en la composición del plancton (que es de lo que se alimentan) pueden jugar un papel determinante a la hora de que una especie sea capaz de prosperar más que la otra.

Por ejemplo, los resultados de mi tesis doctoral demostraron que, incluso en un lugar donde apenas se dan afloramientos, como es el Mediterráneo, la población de sardina se vería más favorecida que la de anchoa por unas condiciones ambientales que fomenten la proliferación de los organismos planctónicos más pequeños (por lo general temperaturas algo más bajas y una mayor precipitación que la media). Y, al contrario, un aumento de la temperatura media del mar, junto con menos precipitaciones, podría favorecer a las poblaciones de ancho sobre las de sardina. Esto se debe a que ciertas características anatómicas de la sardina y la anchoa, en concreto sus arcos branquiales, con los que filtra el agua que pasa por la boca y en los que atrapa los organismos del plancton que se tragará, y sus ciegos pilóricos, que sirven para facilitar la digestión de ciertos tipos de alimentos, como el diminuto fitoplancton, cuyas rígidas paredes celulares resultan difíciles de romper, son significativamente diferentes, de modo que una sardina del mismo tamaño que una anchoa tendrá una mayor densidad de branquiespinas en sus arcos branquiales con las que atrapar organismos más pequeños (entre los que se encuentran los de ya citado fitoplancton) así como muchos más ciegos pilóricos para ayudar a digerir estos organismos.

La fluctuaciones climáticas que, debido, entre otros aspectos, a la posición relativa de la tierra respecto al sol, originan ciclos naturales que modifican las características ambientales de algunas regiones cada cierto tiempo (un ejemplo conocido es el fenómeno de El Niño en el Pacífico sur) han mantenido la estabilidad de estas alternancias en las poblaciones de anchoa y sardina durante miles de años. Sin embargo, en las últimas décadas, tanto los efectos del cambio climático a escalas tanto local como regional, han afectado estos patrones y estas dos especies, y otras similares que coexisten bajo condiciones similares en otras zonas del planeta, están ahora experimentando nuevas dinámicas que pueden acabar con la desaparición de una de ellas en ciertas regiones.

A esto se suma la enorme explotación pesquera que han sufrido tanto anchoas como sardinas, especialmente a los largo de los últimos 60 años, y que hace extremadamente difícil predecir qué nos encontraremos cuando salimos al mar.

De momento, este año tendré que hacerme a la idea de que sólo me será posible trabajar con larvas de anchoa.

sábado, 1 de febrero de 2014

De Algoa a Algoa

Este año dejo atrás los estuarios y vuelvo al mar.

Aún tengo que acabar de analizar algunas de las últimas muestras que cogimos el año pasado en distintos estuarios de Sudáfrica, pero ya he mandado mi propuesta de proyecto para el 2014, y estamos a la espera de que nos concedan el dinero solicitado (!!) para volver a trabajar con sardinas y anchoas.

Las muestras de larvas de peces, de zooplancton, de algas y de detritos de los estuarios están sirviendo, por un lado, para estudiar a fondo la red trófica de estos ecosistemas mediante el análisis de la alimentación de las larvas de peces, ya sea cuantificando lo que tienen en los estómagos o utilizando los isótopos estables d13C y d15N, y por otro para evaluar la condición física de las mismas larvas. Para esto último, además de la estimación del contenido en lípidos y en proteínas en las larvas, hemos utilizado una técnica pionera en África para este tipo de estudios; se trata de calcular la cantidad de ARN con respecto a la de ADN que hay en las células de las larvas. Este método nos sirve para tener una idea del estado nutricional de los individuos analizados y de su tasa de crecimiento. Se asume, a partir de aquí, que cuanto mayor sea la tasa de crecimiento de un pez mejor será su condición física puesto que sus recursos energéticos están siendo empleados más en aumentar su masa muscular y esquelética que en, por ejemplo, conbatir enfermedades (esta técnica no podría usarse con adultos ya que, en época de reproducción, la cantidad de energía que estos derivan al desarrollo de las gónadas, u órganos reproductores, puede limitar su crecimiento somático de manera relevante, y no por ello significaría que su condición nutricional es pobre).

Todos estos datos deberían servir para poder valorar mejor qué estuarios suponen un hábitat más favorable para la comunidad íctica (de peces), y por tanto, para toda su fauna y flora. Es decir, qué estuarios están en mejores condiciones ambientales. Lo que hagan las personas encargadas de la conservación y gestión de estos ecosistemas tan importantes ya va más allá de nuestro trabajo como científicxs, aunque no de nuestros intereses ni de nuestro deber público.

Pero, como decía, este año vuelvo al mar. Mientras acabo de analizar las muestras de zooplancton de los estuarios, salgo a recoger larvas de anchoa y sardina en la bahía de Algoa, en cuyo extremo se encuentra Port Elizabeth.
Hasta ahora sólo he podido salir un día, y sin mucho éxito, ya que no logré capturar más que 6 larvas de anchoa (necesito un mínimo de 100 de cada especie; pero no os asustéis, que 100 larvas no es un número significativo de bajas para estas especies, cuyo adultos pueden liberar, de una sola vez, decenas de miles de huevos). Tal vez una de las causas para tan escasa captura sea la marea roja que lleva afectando la bahía las 2 últimas semanas, y que ya ha dejado peces muertos a su paso (y puede que también 2 orcas pigmeas).

Mañana por la tarde cojo un autobús a Ciudad del Cabo y, tras 12 horas de viaje, llegaré justo para embarcarme en el buque oceanográfico Algoa (sí, curiosamente como la bahía de aquí), perteneciente al ministerio de medio ambiente sudafricano, y en el que he logrado 'colarme' para recoger también larvas de anchoa y sardina, esta vez del lado Atlántico. Estaremos cerca de 3 semanas embarcadxs, muestreando desde el cabo de Buena Esperanza hasta la desembocadura del río más importante de Sudáfrica, el Orange, justo en la frontera con Namibia.

El hecho de poder tener larvas de ambos lados del país (y del continente) me permitirá establecer, usando de nuevo la técnica de cuantificación de ARN/ADN, cuál de las poblaciones de larvas, es decir, si la atlántica o la índica, en función de su condición y tasa de crecimiento medios, tiene una mayor probabilidad de llegar a la etapa adulta.

Las implicaciones que los resultados de este estudio pueden tener para la gestión de la que probablemente es la pesquería más importante del país serán, seguro, muy interesantes.

Seguiré informando cuando regrese de la Algoa del Atlántico.

jueves, 23 de enero de 2014

Diario de viaje.

Aunque la bitácora detallada e ilustrada de este viaje ha sido creación de Yolanda, como no creo que lo que ella puso en su librito salga nunca de ahí, voy a hacer un breve resumen de lo que acontecieron mis últimas vacaciones en Sudáfrica.

La cena de nochevieja consistió en un par de perritos calientes que comimos en la calle, observando cómo la gente le manoseaba el culo a Mandela. Todo acompañado de buena cerveza local. Luego llegaron las uvas, los fuegos artificiales, el intento de robo, y el sentarnos en el bar a mirar a los borrachos hasta las 3 de la mañana.
Ciudad del Cabo, aunque me mostró nuevos y agradables rincones, llegó a cansarme, sobre todo por la imposibilidad de moverse en esa ciudad, o salir de ella, si no es con una bici sin frenos. Y encima, para llegar a la playa desde otra playa hay que subir montañas. También monté un caballo blanco en Ciudad del Cabo, pero no me llevó lejos. Y no me bañé. Aunque había piscina.
Matthew nos enseñó que hay vida alotro lado de la bahía. Buena vida. Y me hizo tener ganas de volver.

Port Elizabeth seguía ahí el nuevo año, tal y como la dejé, pero la compañía hizo más afable a mi ciudad. La piscina de casa no estaba sucia, creo.

La caza nocturna de hipopótamos pudo haberse tornado en nuestra contra, especialmente tras atascar el coche en la arena, junto al estuario, y estar una hora bajo el coche excavando junto a dos muchachos que se prestaron a ayudar. Finalmente, ya el sol caído, fue un grupo de 10 alemanes quien marcó la diferencia y pudimos sacar el auto casi en vilo. Los hipopótamos ya esperaban en el jardín, y la piscina fue sólo para ellos.
Al día siguiente fueron rinocerontes y cangrejos los que esperaban, mientras bordeábamos uno de los mayores sistemas estuáricos de África.

De Pedromaríaburgo hay gente que prefiere no hablar. Yo sólo recuerdo que había un hostal llamado Kismet. Y que el restaurante catalán era una mentira, o que Rajoy lo había cerrado. Pero encontramos curry, y sin pagar los 20 rands de la reparación del taxi. Es que en Sudáfrica las calles, repentinamente, se estrechan por la izquierda. Muy a menudo.

Y llegaron las montañas. Y las mariposas blancas que las atravesaban, en su ruta anual de Namibia a Madagascar. Verde, agua, sudor, lágrimas. Y piscina, con peces. También caballos. Cabalgué sobre Mama África; eso sí, el concepto de galope no es algo muy arraigado en estas tierras. Subimos a las cimas y bajamos a bañarnos bajo las cascadas. Pero no nos bañamos en la piscina. Los desayunos nos dejaban con ganas de siesta, pero con energía para caminar a través de los bosques y sobre los ríos.

Bloemfontein me hizo agradecer a mi suerte haberme hecho caer en Port Elizabeth. Aunque esta vez sí nos bañamos en la piscina. Lo malo es que después se acabó todo. Yolanda y yo nos es-fumamos, cada uno para su casa. Con tristeza.

Conduje 7-8 horas de Bloemfontein a Port Elizabeth. Demasiado tiempo pensando en demasiadas cosas. Pero al menos había granjas en las que comprar buena comida.

Y de repente, la realidad, que sólo había estado acurrucada, escondida. Menuda hostia.






lunes, 16 de diciembre de 2013

Reconciliation Day

Se acabó el periodo oficial de luto. Ayer enterraron a Mandela en el lugar que él mismo eligió, cerca de dónde nació, no demasiado lejos de donde yo vivo.

Aunque mi limitada movilidad en esta ciudad (en este país) no me ha permitido sumergirme en las "celebraciones" (porque celebran lo que fue la vida del muerto, en lugar de llorar su muerte) que podían estar teniendo lugar en el centro de la ciudad. Por eso mismo decidí informarme a través de la tele sobre lo ocurría durante la semana de luto. Sólo tengo 4 canales, los 4 públicos de la SABC, y en todos retransmitían lo mismo estos días, así que he podido enterarme de lo del hombre que inventaba signos, de los abucheos a Zuma durante la ceremonia de homenaje al "late great Mandela" y del "olvido" de enviar una invitación a Desmond Tutu para el entierro de Madiba.
Lo del falso intérprete ha levantado mucho polvo, al menos en SA. Algunos medios empezaron en seguida a tirar de la manta y el pobre hombre se enfrenta ahora con el problema de ser una cara conocida y, al parecer, una buena serie de antecedentes penales por diversos crímenes más o menos graves (incluyendo intento de asesinato y de secuestro). Pero a mí me gustó su trabajo. Uno de los mejores chistes que he leído al respecto es que no podía haber mejor traducción para lo que estaban diciendo esas personas en la ceremonia: "blablabla blabla...".

Pero hoy no quería contar el pasado, sino el presente. Es festivo, el 16 de diciembre, desde hace 18 años. El día de la reconciliación. Y también hoy se celebra el primer centenario de la inauguración de los Union Buildings, donde se encuentra la sede oficial del gobierno, en Pretoria. Aprovechan el día para destapar una enorme estatua de Mandela abrazando al aire frente a los edificios.
Yo, sin embargo, he venido a trabajar a la universidad. Y me alegro muchísimo de haberlo hecho. He venido en bici, con un clima ya del todo veraniego y sin apenas viento, pero pedaleando mucho más despacio de lo habitual. ¿Por qué? Para dejarme acompañar por el grupo de delfines que venían bordeando la orilla, saludando a su paso a quienes disfrutaban del primer baño del día o se entrenaban para el próximo Ironman. A veces me da rabia no llevar la cámara siempre conmigo, claro, y poder compartir momentos como éste con todas vosotras.

Pero al menos son mañanas como ésta las que le reconcilían a uno con sigo mismo y hacen que me pregunte menos cosas

sábado, 7 de diciembre de 2013

Ahora llego a Sudáfrica



Sobre mi cabeza, la estrella del sur. En mis oídos reverberando el croar de las ranas, igual que reverbera en el suelo de todos los pueblos el sonido de un gran árbol que cayó anoche.
En mis oídos, el croar de las ranas. Entre los labios un porro, la copa de vino en la mano, la ciudad a mis pies y la bahía entera ante mis ojos.
Así está siendo mi despedida de Mandela (es decir, como a él le habría gustado que fuera) y mi llegada a un país nuevo.
Porque acabo de llegar a un país nuevo. Aunque cumplí ayer mi octavo mes en Sudáfrica, ha sido hoy cuando me he reencontrado a mí mismo en este país.
En abril yo era diferente a como fui ayer, y ayer me veía distinto a como soy ahora. Estadísticamente distinto, añado.
Hoy he encontrado una Sudáfrica nueva dentro de mí.


[Las estrellas, la marihuana, el vino, las ranas, el océano y tú estáis aquí conmigo esta noche, observándome mientras escribo esto]

viernes, 9 de agosto de 2013

Cata de cervezas en la facultad.

Sin duda uno de los productos más renombrados de Sudáfrica es su vino. Desde que llegué, he bebido una media de casi una botella (diferente) por semana, lo que significa un total de 18 vinos distintos. Así que creo que estoy en disposición de confirmar la buena calidad de los vinos sudafricanos. Los escogía al azar, desde el desconocimiento, sólo basándome en lo que más me apetecía ese día. Y sólo recuerdo 2 ó 3 de todos ellos que me hayan decepcionado, y sin llegar a ser realmente desagradables, excepto, tal vez, uno de ellos.
También es famoso este país, al menos en el continente, por sus malas cervezas. Pero la moda de las pequeñas producciojnes artesanales de cerveza, las micro-breweries no podía pasar desapercibida entre los habitantes de estas ciudades que, aunque se consideran africanxs, no pierden de vista a Europa y EEUU.
En la facultad de Biología, donde trabajo, hay una micro-brewery, de la que se encargan los estudiantes de bioquímica y microbiología (digo "los" porque no he visto mujeres participando en el proceso de elaboración). Y ayer jueves, a las 6 pm, organizaron una charla-cata en el departamento de Microbiología. Yo era la única persona ajena a ese departamento, aunque tal vez sea éste un dato sin mayor interés. El chico que dirigía la cata mostró un conocimiento bastante extenso del proceso de elaboración. Sin embargo las cervezas (siete) venían de Cape Town. Aún no están listos los caldos propios. Ahora mismo están elaborando 3 cervezas diferentes en la facultad para participar en el campeonato anual interuniversitario. Al parecer, el año anterior, la cerveza ganadora, una Indian Pale Ale, fue elaborada con una variedad de lúpulo importado de EEUU y que le confería un toque cítrico que, reconozco, puede ser interesante en cierta medida. Así que este año los chicos de mi universidad, gracias a la ayuda de 5000 rands recibida por haber creado una asociación universitaria de más de 60 miembrxs (la Biotech Community, que se dedicará casi exclusivamente a diseminar entre universitarixs conocimiento teórico-práctico sobre la elaboración de bebidas alcohólicas... explicando son seriedad la biocinética de las benditas levaduras y sus fermentaciones) se han lanzado a la compra de esa levadura divina para competir con mayores garantías en el próxima campeonato que se celebrará en Pretoria en septiembre.
Por supuesto, les deseo toda la suerte del mundo (aunque hubiese preferido, lógicamente, que se ciñeran a la cerveza elaborada con variedades locales), aunque creo que un paladar europeo les puede venir muy bien para ayudarles a encontrar sutiles caracteres que pudieran terminar de perfilar un líquido ganador... o eso me gustaría hacer a mí :P. Sin embargo, esta gente es ya muy capaz de superar a sus maestros ingleses y holandeses. No necesitan la glotonería del Norte.
Si la cerveza, como dicen algunxs expertxs, moldeó la historia de la humanidad, haciendo a los pueblos europeos capaces de desarrollar estructuras sociales y tecnología que les facilitaran el posterior dominio del resto del mundo, porqué no puede ser también la cerveza lo que nos una y diluya las diferencias.

Brindo por ello, hoy, día festivo sudafricano (Women's day). 

Salud.

martes, 30 de julio de 2013

Vacaciones en África.

Por fin. Mi primera semana de vacaciones desde que llegué aquí, hace casi... 4 meses. Ya me lo merecía. Y si no me lo merecía, me da igual.
Conseguí la mejor compañía para alcanzar los mejores lugares y vivir las mejores experiencias que se pueden tener en el África de Sudáfrica. Además, pude visitar Ciudad del Cabo como lo haría un turista. Y lo disfruté. Incluso un pasaporte perdido nos dió la oportunidad de subir a lo alto de Table Mountain, superando mi vértigo, comprobando cómo la gente no sabe dónde se juntan los océanos y alcanzando la cima de una ciudad que ya no puede más que desbordarse sobre el mar. De hecho, en las últimas décadas, su línea portuaria ha ganado más de medio kilómetro de terreno al mar. La bahía proteje los elementos urbanos que han ido creciendo en el lugar en que antes rompían olas, pero tal vez, algún día, el mar volverá a reclamar lo que le pertenece.
Ciudad del Cabo no es una ciudad en la que perderse sea del todo recomendable, pero con cierta cautela, todo es posible. Y el centro de la ciudad ofrece suficiente diversión para cualquer europex no español(a), así que camnar sus calles de arriba abajo, incluso después de caída la noche, resulta indispensable. Puedes encontrarte de repente en el local más frecuentado por los turistas, lleno y ruidoso, para escuchar el grupo que, con supuestos ritmos africanos, versiona en ese momento los éxitos de la historia del pop occidental hasta que paran de repente y alguien de entre las mesas se levanta para lanzarse a entonar ópera. Si sigues por la misma calle te cruzarás con los restaurantes más chics, donde blancxs disfrazados de postmodernos se deleitan con hamburguesas de autor, ocupando rincones entre los bares que frecuentan jóvenes de piel negra, con música a tope y siempre listos para beber cerveza barata y/o bailar. O un poco más allá, saliendo de la protección que da la jauría humana, pasas por delante de locales que elaboran, o fingen elaborar, sus propias cervezas, o de cafeterías donde desayunar se convierte en un viaje al paraíso.
Eso sí, moverse en autobús es, como ocurre en la verdadera África, un ejercicio de paciencia.
Dejar la pretendida ciudad Madre no fue en realidad difícil porque nos esperaba, en el otro lado, en el Indico, Port St. Johns. Imagino que ha crecido mucho esta ciudad, o este pueblo múltiple, desde que se hiciera localmente conocido por la calidad, y cantidad, de sus cultivos de mariguana.
Desde nuestra casa de cristal, malograda (para nosotras) la última noche, pudimos dormir golpeados por el viento que subía del mar entre la vegetación semitropical. Y nos despertó el sol, acompañado del ruido de las olas y los rebuznos de una burrita hambrienta. Al correr las cortinas apareció por fin ante nosotros la llamada 2nd beach, una de las tres playas de Port St. Johns. Sin embargo, esta playa es la primera en algo: en número de ataques de tiburón a humanos. La última víctima hace un par de meses. Y con las sardinas migrando a no muchos metros de la costa, arrastrando tras de sí aves, focas, delfines, ballenas y más tiburones, el baño dejaba de ser recomendable. No puse pegas a eso.
Una visita a una planta de té (Magua tea), que en su mayoría se exporta a granel a China y Pakistán, donde se empaqueta para venderlo al Reino Unido, posiblemente como té producido en estos dos países, nos dió la oportunidad de conprar medio kilo por unos 2 euros, y de entender porque todo estaba tan vació: lxs trabajadorxs llevaban días en huelga, entre otras cosas para reclamar que tanto fábrica como plantaciones vuelvan a ser propiedad de la comunidad.
Tras nuestra feliz compra llegamos a Magua Falls, la versión sudafricana de Victoria Falls. Más alta incluso que las cataratas de Zambia-Zimbaue, pero de cañón más estrecho y menor caudal, era un lugar del que no querrías moverte en mucho tiempo. De nuevo, mi vértigo fue puesto a prueba, y vencido por la grandeza del paisaje.
El día acabó con una puesta de sol sobre una pista de aterrizaje manchada de sangre y diamantes, con el río rompiendo las entrañas de la tierra para poder besar al océano que lo recibe con largas olas. A este lugar volveríamos para ver de nuevo el sol en el horizonte, pero esta vez en el lado contrario.
Los paseos por la playa, las subidas y bajas de escaleras precarias colgadas en acantilados que caían sobre la costa salvaje, las emociones de ver delfines surfeando las olas y ballenas desde la rocas, hicieron que el hambre nos obligara a buscar algo de comida local. Los pescadores del pueblo no tardaron en ofrecernos un par de las langostas del día por algo menos de 3 euros cada una. Así acabánamos nuestra última noche en la ciudad con el nombre equivocado.
El día siguiente requería estar descansado para conducir las 9 horas que lleva atravesar los 600 km que hay hasta Port Elizabeth, donde acabamos mis vacaciones con el viento castigándome la piel junto al faro.

viernes, 12 de julio de 2013

Lo que ocurre cuando llueve.

Y ocurrió. En tres días tuvimos en la ciudad dos apagones de varias horas cada uno, aunque no sé a cuántos habitantes afectaron. Se debieron, según las "autoridades", a sabotajes o robos en el cableado.
El primero me pilló por la tarde en el despacho. Aún era de día pero sin luz suficiente para seguir trabajando decidí irme a casa. Ni una luz. Tuve que acercarme a comprar algo para cenar y, de paso, una botella de vino para acompañar. Me fijé en que la pizzería estaba cerrada, pero el local de pollo frito seguía abierto, con tan sólo tres velas iluminando el mostrador. Era obvio que, salvo por algunas luces de emergencia en el supermercado y en la tienda de licores, nada funcionaba. Me pregunté qué venderían entonces en el local de pollo frito.
De vuelta a casa, por esas calles de mi barrio de las que luego hablaré y que esta vez estaban más oscuras aún de lo habitual, y casi sin luna, me dí cuenta de otra cosa en la que no había pensado antes. La gente que llegaba a sus casas a esas horas se veía obligada a salir de sus coches para abrir las puertas manualmente. Y se notaba lo incómodas que se sentían haciéndolo. Entonces noté que las alambradas electrificadas que coronan algunos de los muros no soltaban chispas esa tarde. La gente debía de estar aterrorizada en sus casas por tener que pasar la noche sin sus alarmas ni demás medidas de seguridad, además de por tener que pisar el peligroso asfalto para poder entrar en sus casas.
El tema de las alarmas en los hogares me chocó bastante al llegar. Ahora estoy acostumbrado, pero me ha provocado un par de sobresaltos.
Vivo en un anexo de la casa de la familia de mi casero. La semana pasada, estando la familia entera de vacaciones en Ciudad del Cabo, mientras yo cenaba, con una lluvia realmente intensa golpeando con fuerza en la calle, saltó una alarma que pensé que pertenecía a la casa de enfrente. Entre la lluvia y el golpe de sensatez que me dijo que si había alguien haciendo cositas malas seguro que no le apetecía ser visto, decidí ignorar la alarma y seguir con mi salchicha sudafricana. Pero a los 10 minutos alguien golpeó a mi puerta (corredera y de vidrio, con una reja interior como esas que se ven en los comercios cerrados en España). Eran dos agentes de la compañía de seguridad privada que mi casero tenía contratada. Supuse que habían saltado la valla al ver la luz de mi salón para preguntarme si había visto algo sospechoso en frente. Cuando les abrí, me encontré con dos tipos blancos, atléticos, con chalecos antibalas y pistolas enganchadas en los muslos, preguntándome si había visto u oído a alguien en la casa de mis caseros. Sí, resulta que la alarma era la de la vivienda pegada a la mía. Les acompañé a la parte de atrás de la casa (al marcharse de vacaciones, el propietario me pidió que cuidara de sus mascotas y diera de comer a sus perros, y me dieron las llaves para acceder a la parte de atrás del patio, junto con el mando a distancia de la alarma exterior). No había señales de que nadie hubiese intentado forzar ninguna ventana, así que dedujimos que fue la misma lluvia (el mismo amor) la que hizo saltar la alarma, les abrí las puertas para que pudieran salir sin tener que saltar la valla de nuevo, y volví a mi salchicha. Fría.
El segundo susto fue hace dos noches, cuando a las 2:20 am me despertó una llamada de teléfono. Al ir a responder, el móvil se quedó sin batería y se apagó, sin que hubiese tenido tiempo de ver quién me llamaba. Y entonces noté que estaba sonando la alarma de la casa en la que vivo (estos días mi compañera de piso está fuera). Me levanté, apagué la alarma, recorrí la casa, me asomé a la calle, y vi que la ventana del baño estaba abierta. Por lo general la cierro antes de acostarme, pero esa noche no lo hice, y el viento había hecho que, al mover la ventana, se disparara la alarma. Quien me llamaba por teléfono era la mujer de mi casero, desde el interior de su casa, a dos metros de esa ventana, pero eso lo he sabido hoy, después de encontrarme con ella en la entrada. Aunque por la ventana del baño, con rejas como las demás, no podría entrar nadie, ahora tengo claro porqué me recomiendan cerrarla siempre. De todo modos seguiré sin querer que se conecte la ventana de mi habitación a la alarma, para poder disfrutar de la brisa en las noches de verano.

Vuelvo ahora al tema de las calles. La foto que (ahora no) veis es de un par de casas de la calle en que vivo. Exacto. Es como vivir dentro de una cárcel, con alambre de espino o electrificado. Qué manera tan irónica de evitar a los delincuentes. Muchas casas están diseñadas de forma que sólo se puede acceder a ellas a través de los garajes, generalmente con espacio para dos coches, de modo que nadie que las habite tenga la necesidad de salir a la calle en ningún momento. No hay aceras. Las ciudades están diseñadas para la vida en coche. Incluso salir unos minutos, a comprar el pan por ejemplo, si hubiese algo parecido a panaderías, o lo que sea que se compre en cinco minutos, y recorrer 300 metros entre la casa y el centro comercial, se hace en coche.
Las únicas personas que veo caminar por las calles son las que me cruzo al ir a la universidad por las mañanas. Gente que llega a trabajar en las casas de este barrio de clase media (de la que mira hacia arriba), ya sea para cocinar, limpiar, arreglar el jardín, lavar los coches, regar el césped, cuidar de las niñas y niños en vacaciones escolares, etc.
Ni siquiera la bicicleta, ese elemento imprescindible en el África más pobre, donde no hay coches ni recursos para mantener burros o caballos, es común aquí.
En mi camino de casa al campus, a pesar de ser un trayecto llano, y del clima más que agradable que acompaña a la ciudad casi todo el tiempo, sólo algunos días, pocos, me cruzo con una o dos personas más en bici (bueno, más que cruzármelas, las adelanto ;)). Hay coches, y sobre todo esas furgonetas que llaman taxis, que me pasan a medio metro. Otros cuyo conductor o conductora no sabe cómo reaccionar al verme dentro de la única rotonda que atravieso en el trayecto (hay otra, pero la esquivo); parece que no van a frenar, lo que me hace dudar y frenar a mí, lo que a su vez les hace dudar más y amagar con pequeños frenos. Así hasta que no tiene más remedio que frenar del todo o seguir. Afortunadamente, excepto algunos días en horas punta (en torno a las 7:30 am y las 4:30 pm), no hay mucho tráfico y es fácil controlar a los vehículos, que se ven venir. También hay veces que parezco invisible, como si no pudiesen siquiera concebir la idea de alguien montando en bicicleta para ir a trabajar y, por tanto, algo que se obvia, que no está ahí en realidad. No en vano soy, junto con otra persona, la única que va en bici a la facultad.
Sin embargo, el combustible tiene precios muy cercanos a los de España, con la diferencia de que los salarios aquí son significativamente más bajos, aproximadamente la mitad si hablamos de rentas medias, es decir, excluyendo las más bajas (el salario mínimo interprofesional es de-------------) y las más altas (la gente más rica aquí puede serlo tanto como en España), y que los coches son, por lo general, grandes, muy grandes.

El estilo de vida americano se ha impuesto en un lugar que no puede permitírselo (sin que existe algún sitio que pueda permitírselo en este planeta), y eso acabará pasando factura a un país que prefirió renunciar a un buen pedazo de su resiliencia a cambio de vivir la vida del blanco que salía en la tele. Eso sí, dejando atrás a las personas que no han sido capaces de seguir el ritmo y cubriendo de alambre de espino las calles para que no se les ocurra asomarse a envidiar aquello que nunca tendrán (el párrafo final ha sido eliminado por el editor al considerarlo típico del discurso paternalista occidental).