Y ocurrió. En tres días
tuvimos en la ciudad dos apagones de varias horas cada uno, aunque no
sé a cuántos habitantes afectaron. Se debieron, según las "autoridades", a sabotajes o robos en el cableado.
El primero me pilló por
la tarde en el despacho. Aún era de día pero sin luz suficiente
para seguir trabajando decidí irme a casa. Ni una luz. Tuve que
acercarme a comprar algo para cenar y, de paso, una botella de vino
para acompañar. Me fijé en que la pizzería estaba cerrada, pero el
local de pollo frito seguía abierto, con tan sólo tres velas
iluminando el mostrador. Era obvio que, salvo por algunas luces de emergencia en el
supermercado y en la tienda de licores, nada funcionaba. Me pregunté
qué venderían entonces en el local de pollo frito.
De vuelta a casa, por esas
calles de mi barrio de las que luego hablaré y que esta vez estaban
más oscuras aún de lo habitual, y casi sin luna, me dí cuenta de
otra cosa en la que no había pensado antes. La gente que llegaba a
sus casas a esas horas se veía obligada a salir de sus coches para
abrir las puertas manualmente. Y se notaba lo incómodas que se
sentían haciéndolo. Entonces noté que las alambradas
electrificadas que coronan algunos de los muros no soltaban
chispas esa tarde. La gente debía de estar aterrorizada en sus casas
por tener que pasar la noche sin sus alarmas ni demás medidas de
seguridad, además de por tener que pisar el peligroso asfalto para poder
entrar en sus casas.
El tema de las alarmas en
los hogares me chocó bastante al llegar. Ahora estoy acostumbrado,
pero me ha provocado un par de sobresaltos.
Vivo en un anexo de la
casa de la familia de mi casero. La semana pasada, estando la familia
entera de vacaciones en Ciudad del Cabo, mientras yo cenaba, con una
lluvia realmente intensa golpeando con fuerza en la calle, saltó una alarma que pensé que pertenecía
a la casa de enfrente. Entre la lluvia y el golpe de sensatez que me
dijo que si había alguien haciendo cositas malas seguro que no le apetecía ser visto, decidí ignorar la alarma y seguir con mi
salchicha sudafricana. Pero a los 10 minutos alguien golpeó a mi
puerta (corredera y de vidrio, con una reja interior como esas que se
ven en los comercios cerrados en España). Eran dos agentes de la
compañía de seguridad privada que mi casero tenía contratada.
Supuse que habían saltado la valla al ver la luz de mi salón para
preguntarme si había visto algo sospechoso en frente. Cuando les abrí, me encontré con dos tipos blancos,
atléticos, con chalecos antibalas y pistolas enganchadas en los
muslos, preguntándome si había visto u oído a alguien en la casa
de mis caseros. Sí, resulta que la alarma era la de la vivienda pegada a la mía. Les acompañé
a la parte de atrás de la casa (al marcharse de vacaciones, el propietario me
pidió que cuidara de sus mascotas y diera de comer a sus perros, y
me dieron las llaves para acceder a la parte de atrás del patio,
junto con el mando a distancia de la alarma exterior). No había
señales de que nadie hubiese intentado forzar ninguna ventana, así
que dedujimos que fue la misma lluvia (el mismo amor) la que hizo
saltar la alarma, les abrí las puertas para que pudieran salir sin
tener que saltar la valla de nuevo, y volví a mi salchicha. Fría.
El segundo susto fue hace
dos noches, cuando a las 2:20 am me despertó una llamada de
teléfono. Al ir a responder, el móvil se quedó sin batería y se
apagó, sin que hubiese tenido tiempo de ver quién me llamaba. Y
entonces noté que estaba sonando la alarma de la casa en la que vivo
(estos días mi compañera de piso está fuera). Me levanté, apagué
la alarma, recorrí la casa, me asomé a la calle, y vi que la
ventana del baño estaba abierta. Por lo general la cierro antes de
acostarme, pero esa noche no lo hice, y el viento había hecho que,
al mover la ventana, se disparara la alarma. Quien me llamaba por teléfono era la
mujer de mi casero, desde el interior de su casa, a dos metros de esa
ventana, pero eso lo he sabido hoy, después de encontrarme con ella
en la entrada. Aunque por la ventana del baño, con rejas como las
demás, no podría entrar nadie, ahora tengo claro porqué me
recomiendan cerrarla siempre. De todo modos seguiré sin querer que
se conecte la ventana de mi habitación a la alarma, para poder
disfrutar de la brisa en las noches de verano.
Vuelvo ahora al tema de
las calles. La foto que (ahora no) veis es de un par de casas de la
calle en que vivo. Exacto. Es como vivir dentro de una cárcel, con
alambre de espino o electrificado. Qué manera tan irónica de evitar
a los delincuentes. Muchas casas están diseñadas de forma que sólo
se puede acceder a ellas a través de los garajes, generalmente con
espacio para dos coches, de modo que nadie que las habite tenga la
necesidad de salir a la calle en ningún momento. No hay aceras. Las
ciudades están diseñadas para la vida en coche. Incluso salir unos
minutos, a comprar el pan por ejemplo, si hubiese algo parecido a
panaderías, o lo que sea que se compre en cinco minutos, y recorrer
300 metros entre la casa y el centro comercial, se hace en coche.
Las únicas personas que
veo caminar por las calles son las que me cruzo al ir a la
universidad por las mañanas. Gente que llega a trabajar en las casas
de este barrio de clase media (de la que mira hacia arriba), ya sea
para cocinar, limpiar, arreglar el jardín, lavar los coches, regar
el césped, cuidar de las niñas y niños en vacaciones escolares,
etc.
Ni siquiera la bicicleta,
ese elemento imprescindible en el África más pobre, donde no hay
coches ni recursos para mantener burros o caballos, es común aquí.
En mi camino de casa al
campus, a pesar de ser un trayecto llano, y del clima más que
agradable que acompaña a la ciudad casi todo el tiempo, sólo algunos días, pocos, me cruzo
con una o dos personas más en bici (bueno, más que cruzármelas,
las adelanto ;)). Hay coches, y sobre todo esas furgonetas que llaman
taxis, que me pasan a medio metro. Otros cuyo conductor o conductora
no sabe cómo reaccionar al verme dentro de la única rotonda que
atravieso en el trayecto (hay otra, pero la esquivo); parece que no van a frenar, lo
que me hace dudar y frenar a mí, lo que a su vez les hace dudar más
y amagar con pequeños frenos. Así hasta que no tiene más remedio
que frenar del todo o seguir. Afortunadamente, excepto algunos días
en horas punta (en torno a las 7:30 am y las 4:30 pm), no hay mucho
tráfico y es fácil controlar a los vehículos, que se ven
venir. También hay veces que parezco invisible, como si no pudiesen
siquiera concebir la idea de alguien montando en bicicleta para ir a
trabajar y, por tanto, algo que se obvia, que no está ahí en
realidad. No en vano soy, junto con otra persona, la única que va en
bici a la facultad.
Sin embargo, el
combustible tiene precios muy cercanos a los de España, con la
diferencia de que los salarios aquí son significativamente más
bajos, aproximadamente la mitad si hablamos de rentas medias, es
decir, excluyendo las más bajas (el salario mínimo interprofesional
es de-------------) y las más altas (la gente más rica aquí puede
serlo tanto como en España), y que los coches son, por lo general,
grandes, muy grandes.
El estilo de vida
americano se ha impuesto en un lugar que no puede permitírselo (sin que existe algún sitio que pueda permitírselo en este planeta), y
eso acabará pasando factura a un país que prefirió renunciar a un
buen pedazo de su resiliencia a cambio de vivir la vida del blanco
que salía en la tele. Eso sí, dejando atrás a las
personas que no han sido capaces de seguir el ritmo y cubriendo
de alambre de espino las calles
para que no se les ocurra asomarse
a envidiar aquello que nunca
tendrán (el
párrafo final ha sido eliminado por el editor al considerarlo típico
del discurso paternalista occidental).